lunes, 10 de enero de 2011

Javier Bassi - Los Signos Primordiales - Nelson di Maggio


 
 Desde que apareció la pintura de caballete hace cinco siglos, su prestigio no cesó de crecer entre amplios sectores sociales.  Cuestionado su estatuto tradicional en el siglo XX -desde las formas de representación hasta el soporte-, sin perder el fervor de las mayorías,  numerosos artistas eligieron otros lenguajes propios de la era tecnotrónica.  El  pasaje de las formas bidimensionales a las estructuras espaciales complejas y participativas no es lineal ni repentista.  Los auténticos creadores necesitan un tiempo de reflexión antes de asumir un camino entre los muchos que ofrece el desconcertante final del segundo milenio.

El arte uruguayo, desde sus orígenes a mediados del siglo pasado, se caracterizó por la mesurada incorporación de las innovaciones, desconfiando de los extremismos estéticos y evitando las temáticas ríspidas.  Es a partir de las dos últimas décadas que ese quietismo expresivo empezó a modificarse, en especial, en los años recientes.  Las generaciones emergentes en la posdictadura militar, que contagió a la mayoría de los países latinoamericanos, observan, viven y representan el mundo de otra manera.  Los viejos criterios del idealismo racionalista quedaron arrinconados, y una actitud existencial, de connotaciones metafísicas, apenas insinuadas en el pasado, hizo su aparición entre los jóvenes.

Quizá uno de los más brillantes exponentes de esa actitud innovadora sea Javier Bassi.  Es uno de los representantes uruguayos en la Bienal de Cuenca y lo hace con un aval inesperado: dos importantes premios conquistados en un lapso brevísimo y reciente, indican que obtuvo un consenso crítico sobre la calidad y actualidad de su obra.

No es casual.  Desde su aparición a la consideración pública hace cuatro años, impuso su talento por la singularidad de su imaginería plástica.  En dos series ejecutadas en 1991 y 1992, significativamente denominadas Guardianes de Zobeida y Postes Conceptuales, exhibía un afán de superar las habituales propuestas para interrogarse e interrogar al receptor acerca de la pertinencia del mensaje a trasmitir. 
Escamoteando en buena parte los referentes figurativos, elige un sistema de signos que surgen desde la propia materia que manipula con delectación y parsimonia.  Una materia áspera y densa, con variaciones de densidad y gestualidad, desde donde se corporizan imágenes enigmáticas que atrapan el misterio sin revelar su condición ontológica. 
Con el tiempo, amplió y enriqueció esa actitud inicial que derivó en una situación iniciática.  En efecto, al ampliar las dimensiones del soporte utilizando chapas  de  hierro enormes, sólidas, la proyección de signos se desliza en la inmensidad del espacio compositivo hacia una extraña y perturbadora simbología.
El ascetismo se impone.  La austeridad del color, casi limitado a los ocres, grises y negros opresivos, es alterada por relámpagos de zonas blancas y/o tonalidades cálidas por donde circula  una iconología peculiar de amenazadores contornos. 

Son obras crepusculares, habitadas por enigmas, restos de naufragios mentales y emotivos que se mezclan con experiencias intensamente vividas y, exorcizadas, irrumpen solapadas y elusivas para instaurar un estado de comunión que decanta, finalmente, en un hecho estético fundante y fecundante.

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