Desde que
apareció la pintura de caballete hace cinco siglos, su prestigio no cesó de
crecer entre amplios sectores sociales.
Cuestionado su estatuto tradicional en el siglo XX -desde las formas de
representación hasta el soporte-, sin perder el fervor de las mayorías, numerosos artistas eligieron otros lenguajes
propios de la era tecnotrónica. El pasaje de las formas bidimensionales a las
estructuras espaciales complejas y participativas no es lineal ni repentista. Los auténticos creadores necesitan un tiempo
de reflexión antes de asumir un camino entre los muchos que ofrece el
desconcertante final del segundo milenio.
El arte
uruguayo, desde sus orígenes a mediados del siglo pasado, se caracterizó por la
mesurada incorporación de las innovaciones, desconfiando de los extremismos
estéticos y evitando las temáticas ríspidas.
Es a partir de las dos últimas décadas que ese quietismo expresivo
empezó a modificarse, en especial, en los años recientes. Las generaciones emergentes en la
posdictadura militar, que contagió a la mayoría de los países latinoamericanos,
observan, viven y representan el mundo de otra manera. Los viejos criterios del idealismo
racionalista quedaron arrinconados, y una actitud existencial, de connotaciones
metafísicas, apenas insinuadas en el pasado, hizo su aparición entre los
jóvenes.
Quizá uno de
los más brillantes exponentes de esa actitud innovadora sea Javier Bassi. Es uno de los representantes uruguayos en la Bienal de Cuenca y lo hace
con un aval inesperado: dos importantes premios conquistados en un lapso
brevísimo y reciente, indican que obtuvo un consenso crítico sobre la calidad y
actualidad de su obra.
No es casual. Desde su aparición a la consideración pública
hace cuatro años, impuso su talento por la singularidad de su imaginería
plástica. En dos series ejecutadas en
1991 y 1992, significativamente denominadas Guardianes de Zobeida y Postes
Conceptuales, exhibía un afán de superar las habituales propuestas para
interrogarse e interrogar al receptor acerca de la pertinencia del mensaje a
trasmitir.
Escamoteando en buena parte los
referentes figurativos, elige un sistema de signos que surgen desde la propia
materia que manipula con delectación y parsimonia. Una materia áspera y densa, con
variaciones de densidad y gestualidad, desde donde se corporizan imágenes
enigmáticas que atrapan el misterio sin revelar su condición ontológica.
Con el tiempo,
amplió y enriqueció esa actitud inicial que derivó en una situación iniciática. En efecto, al ampliar las dimensiones del
soporte utilizando chapas de hierro enormes, sólidas, la proyección de
signos se desliza en la inmensidad del espacio compositivo hacia una extraña y
perturbadora simbología.
El ascetismo
se impone. La austeridad del color, casi
limitado a los ocres, grises y negros opresivos, es alterada por relámpagos de
zonas blancas y/o tonalidades cálidas por donde circula una iconología peculiar de amenazadores
contornos.
Son obras
crepusculares, habitadas por enigmas, restos de naufragios mentales y emotivos
que se mezclan con experiencias intensamente vividas y, exorcizadas, irrumpen
solapadas y elusivas para instaurar un estado de comunión que decanta,
finalmente, en un hecho estético fundante y fecundante.
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